Reflexiones desde Rectoría: Sabemos el precio de todo y el valor de nada

La cruda realidad siempre se encarga de mostrarnos de diferentes maneras, lo equivocados que estamos, cuando ponderamos la importancia y la trascendencia de la gente, de acuerdo con sus pergaminos y abolengos.

Muchas de las personas que están en las calles, haciendo largas filas para montarse en el Metro, pedaleando una bicicleta por una vía de la ciudad o caminando afanosamente para no llegar tarde, son trabajadores humildes que no solo buscan su sustento diario, sino que con su labor evitan que todo se derrumbe y tengamos que volver a empezar.

Obreros, mensajeros, recolectores de basura, agricultores, cajeros de tiendas y supermercados, conductores de servicio público, vigilantes, y una larga lista de ciudadanos sencillos, sobrellevan lo esencial de la productividad del país. Tuvimos que llegar a este estado de las cosas, para comprender que todos somos fundamentales en la sociedad. Desde el más encopetado ejecutivo, hasta el obrero raso.

Y es que en la vida, todos tenemos un papel que interpretar. Somos un eslabón de una larga cadena y ninguno de los eslabones puede fallar. Por ejemplo, en el proceso de atender a un enfermo, tan importante es el conductor de la ambulancia que esquivando los obstáculos del camino puede llegar a tiempo al hospital, como el eminente médico especialista que una vez tiene al paciente en sus manos, pone todas sus energías y conocimientos para salvarle la vida.

Dios en su infinita sabiduría, no nos puso a todos a hacer lo mismo. Cada quien tiene su misión; pero sin pasión, es difícil saber cuál es nuestra misión en la vida. En medio de esta realidad que vivimos, comenzamos a aprender que solo unidos, sin importar de dónde venimos y para dónde vamos, podemos doblegar a un enemigo silencioso, que nos obligó a buscar refugio en nuestros hogares, con nuestras familias, y a depender de unos pocos, que haciendo su trabajo de siempre, se han convertido en héroes.

Tremenda lección de humildad para aquellos que no caminan, sino que flotan. Para que nadie se atreva de ahora en adelante a mirar con desprecio, a quien con sencillez y dignidad se rebusca la vida. Esta pandemia, implacable con todos, nos tiene que bajar de la nube oscura de la arrogancia. El dinero, el prestigio y el poder, no sirven de nada, cuando la realidad nos ha demostrado que en cualquier momento todo se puede acabar.

Mi admiración hacia la gente buena, cualquiera sea su procedencia. El agradecimiento permanente para las miles de personas que arriesgando su salud y hasta su vida, salen a cumplir con su deber, con paciencia y disciplina. Nuestro reconocimiento a quienes han asumido con responsabilidad su liderazgo para orientarnos y organizarnos. Ellos nos devuelven la esperanza, de que esto también pasará

Aquí no hay apellidos, ni cuentas bancarias opulentas, ni pobres vergonzantes, ni personas con muchas o pocas oportunidades en la vida. Aquí solo debe haber conciencia de que todos somos iguales ante los ojos de Dios, y ante un virus que no escoge sus víctimas por edad, raza, sexo, religión, ideología, posición social o cualquier otra consideración. O salimos todos, o no va a salir nadie bien librado de esta situación.

Seguramente no se aplanará la desigualdad de siempre. No podemos ser tan ilusos y creer que eso va a ocurrir. Pero si lográramos por lo menos ver con respeto la importancia que tiene la otra persona para mi vida y la vida de todos, este sufrimiento y estas carencias, habrán valido la pena. La columnista de prensa estadounidense, Ann Landers, decía que: “Hoy en día, demasiadas personas saben el precio de todo y el valor de nada.”

Libardo Álvarez Lopera
Rector