Luciérnaga audiovisual - Revista académica semestral - Número inaugural - Año I - Octubre 2008 - Marzo2009
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Indiana Jones o la pregunta por las peripecias de la aventura:
Apuntes para la arqueología de un imaginario heroico

 

Carlos Andrés Arango Lopera

RESUMEN
No simplemente leemos un libro: leemos, en una etapa concreta de nuestra vida, una traducción, una colección, una edición, un sello específico; leemos el regalo de alguien en particular, o la repentina compra de feria en la que nos gastamos los ahorros de unas cuantas semanas; leemos un libro prestado por un amigo, y conservamos ―junto con la gratitud― el recuerdo de las ilustraciones, su tipografía, el gramaje del papel… Tampoco vemos una película: asistimos a una sala (de casa o teatro) en particular, en una época del año, con la compañía ―o la ausencia― de alguien en especial; por eso cuando evocamos las imágenes del filme vienen a nosotros los sabores y los olores de algún momento específico. De este modo, las circunstancias que rodean la película o el libro, el ir a cine o el leer, integran una parte notable en la configuración de esa memoria que de un personaje literario o cinematográfico nos queda; y con ello, de paso, se marca un hito en la configuración de nuestra biografía, esa suerte de texto escrito en muchos lenguajes y que da cuenta de nuestro vivir.
Palabras claves: memoria, personaje, biografía.

SUMMARY
We do not simply read a book: we read, at a concrete stage in our lives, a translation, a collection, an edition, a specific stamp: we read someone in particular’s gift, or the sudden purchase at a fair when we spend several weeks’ savings; we read a book lent to us by a friend, and we conserve ―together with our gratitude― the memory of the illustrations, its type, the weight of the paper… Neither do we simply watch a film: we attend a particular screen (at home or at the theatre), a certain time of the year, accompanied ―or not― by someone special; for this reason, when we evoke the film’s images, we remember the tastes and smells of a specific moment. In this way, the circumstances surrounding the film or the book, the trip to the cinema or the reading, play an integral role in the configuration of that memory that remains of a literary or cinematographic character; and this also marks a milestone in the configuration of our biography, that kind of text written in several languages which makes us realize that we are alive.
Keywords: memory, character, biography.

Ahí, justo en la zona limítrofe entre esa página, esa pantalla y nuestro cuerpo, surge un territorio lindante que, como buen territorio de frontera, prefigura maravillosos secretos que no sabemos en qué se vayan a convertir luego. Hablamos de los imaginarios, esos que se moldean cuando nuestra infancia pasaba horas frente a los dibujos animados de la pantalla, cantando las canciones infantiles de moda; esos que surgen en las calles de la ciudad leyendo avisos o entrando y saliendo de negocios; esos que se alimentaron de tanto ir a parques y centros comerciales los fines de semana. Sí: ahí, en medio de toda esa maraña de experiencias, recuerdos, sentidos e inscripciones, nos vamos haciendo a la idea de ser nosotros mismos. Ésa es tan solo una de las razones por las cuales se debe pensar seriamente en el patrimonio visual; del cúmulo de imágenes vistas por una sociedad, se va forjando lenta y decididamente su imaginación colectiva, es decir, esos sueños por los que luchará y construirá su proyecto colectivo. Proyecto que, en mucho, será marco de referencia significativa para las nuevas generaciones.
Esas imágenes de la niñez, caldo de cultivo de los imaginarios adultos, pueden provenir del cine, la publicidad, el video, la televisión o los medios impresos, y es allí donde se gestan ―en gran medida― las subjetividades contemporáneas. De entre ellas, surge este texto como ejercicio que pretende revisitar uno de los mayores caudales de imágenes de la generación de los años ochenta: Indiana Jones. El itinerario propone dos momentos para el recorrido: el primero, de reconstrucción de la memoria, donde se recogerán algunos (sentimientos) pensamientos de la interacción inicial con el héroe; el segundo, donde tomaremos distancia y trataremos de reducir la nostalgia, para hacer una referencia (¿se puede decir objetiva?) de Indiana como producto cinematográfico de una industria. El ejercicio que sigue a continuación varía entre la autobiografía y el ensayo, y se inscribe en la serie de estudios que combinan la semiótica y la hermenéutica. Como ensayo que es, posiblemente este ejercicio no llegue a culminar ninguno de los dos propósitos; pero es bueno advertir, justo en el momento de la partida, qué imagen sueño me sedujo a realizarlo.
2.
Es preciso decir que no simplemente vimos Indiana Jones: lo vivimos en el betamax de los tíos, en la sala de su casa, a través de un televisor de perilla y pantalla casi redonda, alquilado en “BetaChaplin” de la 45, con la promoción que los fines de semana ofrecía “3 películas por mil”. Con él, los que dejábamos la infancia conforme se terminaba la década de los años ochenta, nos fuimos enterando de nuestro amor por el cine; poco a poco, sábado a sábado, promoción tras promoción.

Con Indiana y los ya clásicos héroes cinematográficos de los ochenta, cultivamos un afecto que había empezado como una afición alterna al picaíto de por la tarde, o a las series de televisión de los dos canales públicos disponibles. Aunque respecto a estos, el cine de betamax ofrecía una desventaja fundamental: por ninguno de ellos había que pagar alquiler; razón por la cual, Indiana ―como casi todas las películas alquiladas en el barrio― también recuerda la quincena de los papás.
Tan absortos en esas series dobladas al español por mejicanos como en los goles del torneo barrial, Indiana convirtió en algo particularmente atractivo el plan de sentarse a ver películas. Eran los tiempos de no tener noticia sobre la división entre un cine profundo y uno ligero; para nosotros solo había ―y en eso éramos estrictamente radicales― películas buenas o aburridas; entonces, para distinguir de cuál tipo era la carátula elegible en el armario del alquiladero, le preguntábamos al vendedor si ésta tenía robos, persecuciones o rescates. Y ya. La vida, sin duda, era sencilla, aunque no simple.
Pero si bien en las tres cintas de Indy había tantos asaltos, persecuciones o rescates como en cualquiera de la época, las aventuras de Jones siempre nos parecieron diferentes. Tal vez porque la ciudad ya ofrecía un paisaje humano tan variado que ni los luchadores ni los pistoleros de la pantalla brindaban razones para parecernos más atractivos que los del propio barrio; sencillamente, sentíamos de otra manera (menos racionalizada, menos consciente) que Indiana era humano, falible.
Entonces, sin la más mínima idea sobre la urgencia de los actos heroicos para la humanidad, y con apenas unas distinciones básicas sobre cine, nos sumergimos innumerables veces en esa trilogía de Indiana, aquel profesor explorador, repentista, capaz de imbuirse en los más oscuros laberintos y salir airoso de cuanto problema se le presentaba en el camino de la aventura. No fuimos una generación de libros, ni de revistas de cómics; fuimos hijos del Betamax, los juegos de video y las travesuras callejeras. Y en todos estaba Indy.
Es solo que, en contraste con las demás películas y sus héroes, Indiana ofrecía algo más que golpes y armas de fuego disparadas de manera insistente. Era evento; aventura que en Cazadores del Arca Perdida, fue el viaje del explorador para evitar que los nazis se apoderaran del Arca de la Alianza, en El templo maldito se tradujo en recuperar la piedra sagrada de un pueblo al que llegó por accidente, y en La Última Cruzada se presentó como el rescate del Cáliz Sagrado.
Con todo, nunca tuvimos otra sensación diferente al divertimento cuando veíamos repetidas veces las películas de Indiana. Seamos claros: también nos gustaban los rambos, los aliens, los gremlins, los depredadores, los roquis, la serie completa de las locas academias, y, cómo no, esos títulos con el nombre de la bestia que lo destruiría todo: mosca, rata, abejas, hormigas, tarántula... Es decir, vivimos el cine de consumo de los años ochenta con el que nos familiarizó Premier Caracol cada noche de sábado; no teníamos grandes (ni pequeñas) pretensiones cinematográficas, y hasta Alicia en el País de las Maravillas se nos hacía compleja; solamente queríamos pasar las horas. Aun así, Indiana nos parecía diferente: no era solo que los profesores la recomendaran, sino que a través de la risa, y de las travesías que había en cada entrega de la serie, uno se sentía descubriendo mundos nuevos. De hecho, en clave también de descubrimiento, Las Aventuras del Profesor Yarumo ―serie televisiva obligatoria para los estudiantes de escuela pública que éramos― nos empezaron a parecer la versión criolla de Indiana.
3.
Mas, sin importar la cantidad de veces que nos sentamos frente a sus historias, la relación con Indiana fue siempre la de un admirador con su héroe: lejana y a la vez cordial. Por eso nunca hubo mucho tiempo para racionalizar su manera de existir en imágenes. Fue con el sistemático ritual de ver ésas y otras películas como logramos vincularlo a cierta historia, asociarlo a alguna tradición cinematográfica: ya grandes, cuando volvimos a la serie, no en el betamax de la casa sino en el DVD del apartamento, nos aparecen pistas para desligarlo un poco de nosotros, de nuestros íntimos recuerdos; para comprenderlo en contextos más amplios. Posiblemente, al reflexionar sobre ese encanto amenacemos la existencia del encanto mismo; pero, de alguna manera, ése es el precio de crecer.
Que en ninguna de las videotiendas del barrio apareciera la sección “Aventuras”, nos impedía un poco comprender buena parte de la lógica que subyace en las historias de Indiana Jones. Nosotros, que conocimos a los héroes y los villanos de los comics por sus versiones en televisión, no teníamos elementos para evidenciar lo mucho que de ese lenguaje hay en las imágenes y argumentos de las tres películas que con el héroe dirigió Steven Spielberg. Una clave importante la da la composición de la imagen y la temperatura del color: desde la presentación del personaje en silueta En busca del arca perdida, la primera de la serie, hasta su modo de correr, o las fotografías de los carteles de la películas, bastantes elementos de ellas hablan de la influencia de las series Republic de los años 30. En fusión con este lenguaje, el género aventuras, en el cual clasifican las historias de Indiana y sus modos narrativos, se caracteriza por el uso estereotipado de los roles que intervienen en el relato: buenos y malos aparecen perfectamente delineados a fin de facilitarle al espectador la identificación con unos y la apatía hacia los otros. Eso se complementa con otra característica: la serie se denomina con el nombre de su protagonista, y hasta la música que compuso John Williams, basada en el recurso del leit motiv, colabora en el mismo propósito.
Ahora bien, son la fusión del género “aventuras” y el lenguaje del cómic los recursos cinematográficos que le dan el sello característico a las películas de la serie. En esa marca de identidad, productor—director—actor lograron un trabajo coherente en cuanto a las temáticas elegidas, los elementos caracterizadores del personaje principal, los argumentos, los efectos elegidos, y la música. La mezcla resulta interesante: el género aventuras se caracteriza porque el héroe se aleja espacial y temporalmente, para llegar a un lugar cuyos códigos desconoce; los argumentos suelen rondar en torno a la recuperación de un objeto perdido, y a la conquista de cierto código que el héroe logrará a través de las peripecias que durante la aventura debe afrontar. Además, una marca de estilo fundamental en este género es la relación entre lo conocido y lo desconocido, es decir, en oposiciones típicas (isotopías): civilización versus salvajismo, sacro versus profano… Una a una, las tres películas vuelven sobre la idea de un viaje en el cual se impone poco a poco la necesidad de dominar un código desconocido sin el cual será imposible obtener la meta final, simbolizada en algún objeto de carácter místico; objeto necesario para devolverle al mundo su indispensable equilibrio original.
La lección de Indiana (si de algo así pudiera hablarse) se compone de todas esas pruebas ineludibles para la recuperación del objeto valioso: en él se simbolizan las claves decisivas sobre la manera como los hombres nos hemos relacionado con lo sagrado; lo cual explica por qué se requiere superar tantas pruebas antes de llegar a su encuentro; y por qué el momento crucial ocurre en lugares oscuros, subterráneos y apartados, (templos, minas, cuevas…): conjuntamente, estos espacios le sirven a la serie como una metáfora de lo profundo, de lo místico, pues en el rescate de esos objetos se actualiza la esperanza de recuperar el equilibrio. ¿De dónde más si no de lo oscuro, lo profundo, lo peligroso, lo infernal, habría que recuperarse el camino perdido?; que el objeto haya llegado hasta allá señala precisamente que es la civilización, a través de sus errores, quien ha desviado el equilibrio del mundo (alegoría al mito de Adán, Eva, y la Caída Original). Así como en las películas de terror-suspenso el encuentro con lo otro se da en las partes oscuras-lejanas-olvidadas de la casa, en Indiana el objeto clave para la recuperación del estado ideal se aloja en las profundidades de la tierra, rodeado de monstruos, seres prehistóricos, llamas y peligro.
En ese sentido, el contraste propuesto por la historia es interesante: el Jones profesor ―en la civilización― trata de enseñar a las nuevas generaciones algo sobre las culturas lejanas; el Jones explorador (uno de los pocos héroes de las películas de los años ochenta que no practica artes marciales) tiene la capacidad de resolver problemas con su cuerpo; es decir, él mismo encarna esa misión que teóricamente defiende en la universidad. Y justamente allí, en el cuerpo, aparece una de las claves fundamentales para comprender a Jones: de alguna manera, el arqueólogo recuerda a esa serie de héroes corporales, que a través de peripecias resuelven los obstáculos que el mundo les atraviesa. En la literatura, los héroes de La Ilíada son la clave de este héroe, prototípicamente guerrero, que representa los valores “solares” de una cultura; un hombre que a base de luchas logra cambiar al mundo. En el cine, la tradición se inicia con Buster Keaton, aquel que de maroma en maroma construyó recorridos iniciales de la historia del cine.
No obstante, tendría que pasar mucho tiempo antes de identificar en el látigo, el sombrero, el revólver, la chaqueta y las botas, indicios de un típico explorador de las historietas de principio del siglo pasado. Aunque, en realidad, Indiana es un personaje resultante de la mezcla de varios arquetipos cinematográficos cuyo éxito en pantalla (y taquilla) ya había sido comprobado: en él hay algo del Humprey Bogart misterioso de El tesoro de Sierra Madre, del inequívoco agente Bond, así como de esa larga tradición de héroes acrobáticos, cuyas hazañas sirven para devolverle al mundo la condición de paraíso.
Hoy la reaparición de Indiana Jones trae consigo una triple pregunta sobre la pertinencia de los héroes, los exploradores y la aventura. Si por algo vivimos una escasez de héroes es porque sobre las virtudes que ellos deberían de encarnar no nos hemos logrado poner de acuerdo actualmente; si los científicos ―aventurados pero no aventureros― opacan a los exploradores (esos héroes diseñados para que nos recordaran la posibilidad del asombro), es porque el encanto hacia el mundo se reduce a los planos tridimensionales de los monitores de cristal líquido; si cada vez más a la tierra la salvan (o la destruyen) cerebros no humanos programados por humanos, es porque en nosotros se encuentra ya consolidada una estética y una ética cyborg: paisajes desolados, intelectuales de las redes artificiales, y mutantes de laboratorio al mando del orden mundial.
Con la crisis de la figura del héroe corporal y la destitución del explorador avasallado con los misterios del universo, el espíritu de la aventura también adquiere otros matices: no es ya la fascinación por un mundo salvaje, misterioso, al que debe respetarse (en ello Indy fue enfático), sino la cosificación del paisaje creado y habitado a través de la simulación.
En últimas, si el mundo no ofrece ya misterios por descubrir, ni hay quienes nos revelen objetos valiosos bajo la faz la tierra, surge una buena explicación para entender por qué a tantos de nuestra generación, que nos habíamos iniciado en el cine “de acción y aventura”, nos empezó a atraer más ese otro cine que exploraba las íntimas y personales profundidades de la condición humana (los abismos, sí; pero del alma). Cuenta conmigo (Stand by me, Rob Reiner, 1986) iniciaba —para nosotros— el camino hacia otro tipo de héroe: no ya el guerrero que cambiaba el mundo, sino el introspectivo, que en La Odisea presentaba a un Ulises en búsqueda de sí mismo mientras vuelve a Ítaca, y en el cine fue la idea desarrollada por el Chaplin de El Circo (1928); no es un colérico personaje que cambia al mundo, es más bien uno que se re-descubre a sí mismo en tanto el mundo cambia.
Pero, sin duda alguna, el tiempo roza con un bálsamo especial la memoria. Indiana, producto cinematográfico estándar, hijo de la industria, intentó recuperar algo del sabor romántico de los exploradores que creían en los misterios de la naturaleza y en la condición sacra de los objetos; fue una “reinvención” torpe del género Aventuras: en su época buena parte de la crítica cinematográfica señaló sus condiciones de obscenidad, irrespeto a las culturas antiguas, y falta de inteligencia en los argumentos, basados simplemente en gags erróneamente alegóricos de un primer cine corporal ya por entonces lejano. Sin embargo, hoy sabe a clásico. Particularmente para nosotros, quienes —seguramente por la ingenuidad que nos acompañaba— vimos en él a un sujeto diferente. En Indiana Jones la acción aventurera cinematográfica tanteaba uno de sus últimos intentos —esquemáticos y nostálgicos— de calcar cierta visión romántica del mundo, creada en tiempos en que el asombro no era pose o recurso narrativo, sino puro goce por la aventura.

Carlos Andrés Arango Lopera. (caarango@udem.edu.co) Comunicador Corporativo, Universidad de Medellín. Candidato al Magíster en Filosofía—Ética en la Universidad Pontificia Bolivariana, con el proyecto “Las poéticas del héroe: la representación cinematográfica como evidencia de una mirada contemporánea a la ética”. Director de comunicación en empresas de diseño y consultoría organizacional. Docente—investigador Institución Universitaria Colegiatura Colombiana, Universidad de Medellín y Politécnico Colombiano Jaime Isaza Cadavid, en las áreas de Semiótica e Investigación, en las cuales también ha sido director, evaluador y asesor de proyectos y semilleros de investigación. Blogger aficionado. Direcciones electrónicas: caarango@udem.edu.co, http://escritoscotidianos.blogspot.com, http://blogdebabel.wordpress.com

 

 

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